lunes, 27 de diciembre de 2010

Todo se confabula para hundirme

A estas alturas del año decidí dar una vuelta por el antiguo mundo de las revistas con el único propósito de leer algo por placer. La tesis sobre Vuelta me ha mantenido alejada del mundo real hace muchos años y en cada cosa que leo encuentro signos que corroboran desde el futuro (o anunciaban en el pasado) la destrucción de un mundo que ante mis ojos un día se esfumó, dejando una polvareda que siempre asocio con la caída de las torres gemelas, no sé por qué. Decía que ando leyendo signos desde hace años. Esos afanes, y las urgencias que la vida me heredó después del derrumbe, me han impedido no sólo leer por el puro gusto de hacerlo sino que, además, no he podido concluir el proyecto, acariciado desde el siglo anterior, de volverme novelista.

Hace como 25 años escribí mi primera novela para el curso de Huberto Batis, un curso de teoría literaria que fomentó mi incapacidad para cualquier pensamiento abstracto, dice David, que padece mi dificultad para entender lo que yo llamo jerga y otros teoría. Advierto que la escritura de la novela fue uno de los trabajos solicitados al grupo por mi adorado profesor que nunca me enseñó alguna teoría pero es culpable de alentar mis vocaciones infantiles. Aunque él no me lo dijo, la novela era un bodrio, pero insistí en la narrativa: el resultado fueron dos libros de cuentos tan prescindibles que el segundo de ellos apareció sin que me diera cuenta y sólo cinco años después de que la UAM lo echara al mundo sin avisarme, mi marido halló algunos ejemplares polvosos en la Librería del Juglar, donde nos haríamos novios. Los ejemplares, sólo cinco, que logré conseguir de Las otras comarcas (Universidad Autónoma Metropolitana, 1990. Correo Menor) revelaban la barbarie de los editores o el mal karma que ando cargando cuando quiero ponerme a narrar: las erratas no podían ser consideradas escandalosas. Ahí había una señal divina que no quise comprender: en la escena de uno de los cuentos, el más ambicioso, el que ocurre en un lugar sin nombre pero que, presumiblemente, está en el desierto, en medio de la nada, el duende de las erratas hizo aparecer ¡un tren! irrumpiendo en la sala de la casa. Por eso nunca leo lo que publico, me avisen o no, del resultado.

Años más tarde, quise escribir una novela sobre la segunda guerra mundial, el plagio de una mujer a manos de un verdugo cuya afición menos violenta era escribir una nueva biografía de César Borgia, uno de mis ídolos. La novela alternaba el desembarco en Normandía con las delicadas formas de tortura que puso en práctica el hermano de Lucrecia y el hallazgo de un abanico, que algún cubano había logrado sacar por el Mariel, junto con otras escasas pertenencias. No recuerdo más de la novela. Sólo el título que aventuraba ya la cursilería del resultado: La sombra del castaño.

Cuando llegué a Xalapa necesitaba volverme una novelista famosa. No por la fama, sino por el dinero. Tres años dediqué a la escritura de una novela cuyo primer título fue Pasta de Conchos, el segundo, Hoy es domingo y el último, Saurio. No pude terminarla porque, como cualquier novela primeriza, era el cajón de los desastres, y eran tantos, que me la pasé llorando las 220 páginas que logré escribir. Como puede advertirse por sus títulos, la trama incluía a un personaje que se había salvado del derrumbe minero, un matrimonio de escritores que cada domingo se preguntaba qué había pasado con sus vidas, destruidas por haber creído en el espejismo creado por Octavio Paz (que en Saurio se llamaba sólo Lozano) y un poeta viejo y ridículo —adorador de Hölderlin y aquejado de cáncer de próstata— que había decidido, para refutar a Bolaño, crear una red virtual de defensa de la poesía. También aparecía mi abuela, que predijo el temblor del 85 (y Huberto Batis es testigo de que así fue) y todos cuantos habían pasado por mi vida. La extensión del drama hacía suponer que la novela se convertiría en Terra nostra. Ya me estaba molestando mucho el hecho de que ese año fueran premiadas varias novelas cuyos personajes eran poetas, pero lo que me desalentó definitivamente, además de mis lágrimas, fue que Sergio Pitol —no uno de los personajes de mi fallida novela, sino el de carne y hueso— me preguntara si ya tenía un agente. Los poetas no tienen agente y entonces comprendí que el hilo conductor de la novela (la entrevista a un poeta que ha ganado el premio más importante de narrativa) era imposible. El otro carril de la novela, la idea de que no hay azar sino destino, se hizo realidad.

Hace dos años, volviendo de Guadalajara, en el avión vi algo que me sorprendió. Varios asientos delante de mí, una mujer se pintaba. Yo sólo podía ver el reflejo de sus ojos en el espejo que de manera muy extraña sostenía y el talón de su pie descalzo, que acariciaba amorosamente con el otro. De pronto, un movimiento del avión reveló la verdad. No había sido un movimiento brusco: ella no tenía mano y sostenía el espejo en la esquina que forma el codo. El regreso de Veracruz a Xalapa lo hice con Sergio y durante el trayecto le dije que esa escena me había impresionado tanto que se me antojaba escribir, por el sólo gusto de hacerlo, una novela de amor, corta, que iniciara justamente con esa escena: un hombre mirando aquel pie desnudo. Con el paso de los días, la novela empezó a tomar forma. Sergio me prestó muchos libros sobre actrices famosas porque decidí que el personaje principal de mi novela sería una actriz en decadencia. Pero detuve la escritura de la novela porque la maldita tesis me reclamaba como un hoyo negro.

Hoy, a las cinco de la mañana, me levanté para seguir escribiendo el capítulo de la tesis llamado “La campaña de las letras”. Estaba furiosa porque en mis estúpidas y recurrentes mudanzas había perdido el libro de sor Juana que Vuelta publicó y que desató una polémica entre Paz, Alatorre y otros más. Harta, decidí volver al viejo mundo de las revistas sólo por el gusto de leer. Cometí un error. Abrí el portal de Letras Libres y ahí estaba el azar, guiñándome un ojo. Las primeras líneas del cuento de Villoro dicen:

Nunca antes me había cautivado un pie, al menos no de ese modo. Me senté en el asiento del avión, bajé la vista y sentí, de manera intensa e inconfundible, que los dedos bajo la trabilla de una sandalia reclamaban mi atención. Un pie leve, delicado. Mi excitación me sorprendió por varias razones: eran las seis de la mañana y la realidad se deslizaba ante mí como una deficiente película mexicana.”

miércoles, 1 de diciembre de 2010

La revista equivocada, el espejismo

Los poetas te meten en unos líos horrorosos. Tú llevas a un poeta a ponerle una condecoración y te puede llegar hecho un asco, ponerse a gritar, querer pellizcarle el culo a la ministra, los poetas son imposibles.

Félix de Azúa

Cuando leí las palabras de Azúa en una entrevista reciente, solté la carcajada. Imaginé al contingente de poetas heroicos, “imposibles” y recordé las palabras de un querido amigo, crítico consagrado, mientras nos dirigíamos a participar en una mesa redonda durante alguna feria de libro: ese espacio que impone una competencia no escrita sobre el número de libros adquiridos y del que salen los compradores con bolsas cargadas de volúmenes que nunca alcanzarán la gracia de la lectura. “No gana uno para vergüenzas con los poetas” (cito de memoria), dijo mi amigo, aludiendo a un escándalo protagonizado por los bardos en el recinto ferial.

Yo caminaba junto a él entre los numerosos “stands” como quien transita el pegajoso túnel de los rastros: nuestra participación, junto a dos exitosos narradores, consistía en hablar de nuestros “rituales” de escritura. Un auditorio atestado esperaba a los escritores, anhelando conocer qué ritual, qué extraña anomalía hacía de quienes se sentaban a la mesa, seres extraordinarios, fabulosos animales de un circo “de mentiritas”. El resultado era previsible. Los narradores exitosos hicieron gala de sus manías y alguno de ellos, como en el palenque, documentó con claridad que la crítica le tenía sin cuidado. Él sólo escribía para ese público fervoroso, que fervorosamente le aplaudió arrobado. Mi amigo el crítico se defendió como pudo del anonimato que cayó sobre mí, pues no pude inventar alguna manía distinta a la de levantarme a las cinco de la mañana y tomar café. Hubiera podido hacer gala de algún extraño padecimiento; tal vez necesitaba decir que, debido al género literario que practico, antes de escribir un poema debo tomar cuatro cervezas. ¿Habría sido simpático discurrir sobre la revisión del canon en el escusado y otras licencias fisiológicas? Quizá debí asumir la personalidad de Bolaño antes de volverse estrella. Nada se me ocurrió y comprendí que yo era una vieja poeta “de mantel”, como llaman ahora a los poetas que no practican gimnasia en el escenario y no disponen de un aparato esotérico-pictórico-musical que los acompañe.

Todo eso recordé cuando leí las palabras de Azúa. Imaginé (y luego comprobé en Facebook) que la cita tendría mucho éxito (entre los poetas, naturalmente). Siempre es lindo sentirse el descarriado. Es heroico y viste bien ser el chivo en la cristalería. Ser “incómodo” ha sido la función de los poetas pero, además de pellizcarle el culo a la ministra, de levantarse en el foro como los antiguos aedas, o de protagonizar escándalos en las ferias y pasillos literarios, los poetas eran incómodos porque eran críticos (no sólo de poesía). Eso también ya está pasado de moda. Lo de hoy es decir: “yo sólo leo poesía (extranjera, naturalmente; eslava o anglo de preferencia)” y “yo sólo escribo poesía (irreverente, por supuesto; de preferencia no sublime ni solemne)”.

Algunos se han quejado de la falta de crítica de poesía en las revistas y suplementos literarios. Yo misma he dicho que en las publicaciones actuales la poesía es como la figurita de Lladró con la que se adornan algunas casas para recibir a los invitados. El espectáculo no puede ser más triste pero es común en todas nuestras revistas culturales que aspiran al canon hemerográfico. En general, los artículos sobre poesía son escasos. Las reseñas, un desierto.

Una revisión de algunas de las revistas puede constatarlo. Elegí cuatro: dos revistas independientes de alto tiraje; una subvencionada por el estado y otra, también subvencionada, pero universitaria.

En enero, La Gaceta del Fondo de Cultura Económica le dedicó todo el número a la poesía pero no a su crítica o reflexión. Se trató de una extraña antología de “las voces más representativas del catálogo de poetas con que cuenta el Fondo”. En ella Sor Juana departe con Feli Dávalos, por ejemplo. Guadalupe Amor y César Vallejo, Rosario Castellanos y Ezra Pound, Elías Nandino y Pavese comparten también páginas en un orden cuyo criterio sólo Dios puede conocer y del que eliminó de un plumazo a poetas esenciales del catálogo de Tierra Firme, a la mayoría publicada en Letras Mexicanas y la obra poética de Octavio Paz, completa. La portada se ilustró con obra de Vlady: inmensos elefantes sobre escaleras que no van ni vienen de lado alguno, un arco del triunfo en llamas, vigas de una construcción en ruinas y la figura de un hombre que desnudo y de cabeza parece caer siguiendo al mundo. Esa imagen, junto al título del número de enero —“Poesía en el Fondo”— muestra la sagacidad de sus visionarios editores. Pero después de ese inicio alentador, la poesía fue enviada nuevamente al fondo. Un artículo de Alfonso Reyes sobre San Juan de la Cruz es, como en el futbol, el gol de la honrilla para La Gaceta, hasta octubre. Pero ¿a quién le importa ese partido?

La Revista de la Universidad, refrenda su tradición pues, como dice David Huerta en uno de sus artículos: “Las ediciones universitarias siempre han tenido lugar para la poesía”. En los últimos diez meses publicó una veintena de artículos sobre poesía, 70% de los cuales corresponden a buena parte de los asuntos que trataron las columnas de dos poetas: Adolfo Castañón (“A veces prosa”) y el propio Huerta (“Aguas aéreas”). El resto se ocupó, en este año bicentenario, de nuestros poetas muertos o de nuestros poetas premiados. Hubo dos reseñas y algunos poemas, entre los que destaca la selección de Ramón Xirau: “Seis poetas catalanes”. (Un paréntesis: leyendo el hermoso texto que Christopher Domínguez escribe sobre Valery Larbaud —“El príncipe de la curiosidad”, en su columna “La epopeya de la clausura”— me asalta una revelación sobre las migraciones literarias. Domínguez, Xirau, Castañón y hasta De la Colina e Hiriart, en esta revista, me hacen recordar otras).

De Nexos no habría por qué sorprenderse si se encuentran menos artículos sobre poesía que dedos de la mano, algunas alusiones en “Estante” y tres reseñas, que ya vienen siendo un “aporte significativo o emblemático” (para decirlo académicamente) del interés que el género despierta en los editores. Sin embargo, atentos al papel intelectual de los poetas, en el número de abril publicaron un ensayo de Amado Nervo, “La eutanasia”, que ya habían incluido en noviembre de 1995 y que fue publicado en 1913 por primera vez.

¿Cómo no sentir júbilo al ver que Letras Libres, religiosamente, incluye al menos tres poemas mensuales y publicó durante el año cinco artículos sobre poesía y una reseña de libros de poesía en promedio por número? De sor Juana para acá el amplio espectro de sus novedades reseñadas debe alegrarnos. Ya no me alegro tanto cuando veo que entre los “Doce libros del siglo XX mexicano”, que mes a mes comentaron, no hay uno solo de poesía. Ni Muerte sin fin, Nostalgia de la muerte, Los hombres del alba, Libertad bajo palabra, No me preguntes cómo pasa el tiempo y tantos otros pudieron alcanzar un boleto de entrada al canon centenario. Como la nota que acompaña el inicio de la serie advierte que “La Historia no sólo la hacen los actores sociales y políticos, también quienes la piensan y escriben”, imagino que los libros de poesía no entran en esa clasificación porque es un género que tiene una relación nula con la Historia…; no así la revista Examen, dirigida por Cuesta, que puntualmente fue comentada por Guillermo Sheridan. (Aún tengo esperanzas pues en el número de diciembre, estoy segura, alguien hablará de la Suave patria, poema que no podemos dejar en el olvido si deseamos propiciar la lectura de “títulos indispensables para entender el México del siglo XX”.)

La crítica de poesía está a la baja...Seguir leyendo en Guardagujas núm. 17 (diciembre, 2010)